miércoles, 30 de septiembre de 2015

Base de vida (II)

La furgoneta parecía grande, era grande, pero poco a poco se fue llenando. La fruta iba en cajas y se apilaba fácil en torres de 4 o 5. Un termo enorme para calentar litros de caldo. Bolsas de fideos y saquitos de arroz. Cinco neveras azules de esas de camping con embutido cortado. Los frutos secos y gominolas en bolsas de dos kilos rellenaban huecos entre el resto de achiperres, como calzando la carga. Vasos y platos de usar y tirar. Paquetes de cubiertos de plástico. Botellas de cocacola e isotónico….agua!!

“Falta espacio, falta espacio”, el responsable sacó el teléfono del bolsillo y pidió otra furgoneta. “Necesito otra para las bolsas de apoyo. Así también podemos enviar el avituallamiento antes y apurar hasta la salida para que dejen sus cosas los corredores”.
“Ahora te la envío. Llega en quince minutos”

Casi 200 corredores inscritos. Las matemáticas de la carrera no podían permitirse errores. Las hojas excel de los organizadores calculaban tres escenarios distintos en función, principalmente, de la climatología. Los cambios más notables se veían en la cantidad de líquido. Una columna por avituallamiento y escenario. Mover material a algunos avituallamientos sería complicado si había una emergencia. Por eso, en los tres escenarios, se había sobredimensionado todo. En la última reunión de responsables de avituallamientos se había acordado trabajar con la opción intermedia.
Y toda esta responsabilidad se multiplicaba por tres o cuatro al hablar de la base de vida. El kilómetro 52 de carrera. El salón de actos de aquel pueblo pequeño sobre el que viraba el recorrido de la carrera. Un pueblo que no aparecía en casi ningún mapa. Un puñado de casas y cuadras apiñadas alrededor de unas peñas sobre las que se asentaba un torreón con mejor pasado que presente. Mellado en su cresta. Cubierto de hiedra hasta media altura, como a medio vestir. Y a pesar de todo, el orgullo de la gente de allí.
Hacia él se dirigía ya la furgoneta con el cargamento más pesado y, detrás, tres coches con voluntarios. Tenían tiempo de sobra para montar todo y luego irse a desayunar. Se esperaban los primeros corredores hacia mediodía. Los últimos antes de medianoche. Uno de los coches que venía detrás eran repasadores. No se quedarían en la base de vida. Un par en contradirección y otro par a favor de la carrera debían asegurar que el recorrido estaba bien marcado.

“Dan frío pero nada de niebla. No me llenéis la montaña de cintas y banderines. No se trata de eso, no quiero “recorrido tarzán”. Marcas más juntas en zonas complicadas y más separadas donde no haya peligro de perderse. Ya avisaré yo en el briefing”, les había dicho el director de carrera en la última reunión.
“Y los que vais a descoser camino de la carrera, remarcad al volver. Siempre en el sentido que van los corredores. Si se me pierde un tío lo más fácil es que sea culpa suya. Si se me pierden veinte será culpa nuestra”. Risas con fondo serio.

La ambulancia de la Cruz Roja y la segunda furgoneta, con las bolsas de los corredores, llegarían antes de las 9:00. Esperaban tener todo montado antes de las 10:00. Todo en orden y el pueblito revolucionado. Seguramente era el evento del año.

Amanecía ya cuando empezaron a subir por la estrecha y empinada carretera que llevaba a El Espinar. La conversación era amena en cabina y, al hablar, se atropellaban unos a otros. Se notaba alegría. Ganas de pasarlo bien. El día sería largo. El walkie apoyado en el salpicadero de la furgo hizo ese típico ruido que avisa que alguien va a hablar. Se callaron:

“brrrrrr.....Aquí control de meta. 
                        brrrrrrrrrrrr....Hemos dado la salida.
La carrera está lanzada. brrrrr ”

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