La furgoneta parecía grande, era grande, pero poco a poco se
fue llenando. La fruta iba en cajas y se apilaba fácil en torres de 4 o 5. Un
termo enorme para calentar litros de caldo. Bolsas de fideos y saquitos de
arroz. Cinco neveras azules de esas de camping con embutido cortado. Los frutos
secos y gominolas en bolsas de dos kilos rellenaban huecos entre el resto de
achiperres, como calzando la carga. Vasos y platos de usar y tirar. Paquetes de
cubiertos de plástico. Botellas de cocacola e isotónico….agua!!
“Falta espacio, falta espacio”, el responsable sacó el
teléfono del bolsillo y pidió otra furgoneta. “Necesito otra para las
bolsas de apoyo. Así también podemos enviar el avituallamiento antes y apurar
hasta la salida para que dejen sus cosas los corredores”.
“Ahora te la envío. Llega en quince minutos”
Casi 200 corredores inscritos. Las matemáticas de la carrera
no podían permitirse errores. Las hojas excel de los organizadores calculaban
tres escenarios distintos en función, principalmente, de la climatología. Los
cambios más notables se veían en la cantidad de líquido. Una columna por
avituallamiento y escenario. Mover material a algunos avituallamientos sería
complicado si había una emergencia. Por eso, en los tres escenarios, se había
sobredimensionado todo. En la última reunión de responsables de
avituallamientos se había acordado trabajar con la opción intermedia.
Y toda esta responsabilidad se multiplicaba por tres o
cuatro al hablar de la base de vida. El kilómetro 52 de carrera. El salón de
actos de aquel pueblo pequeño sobre el que viraba el recorrido de la carrera. Un pueblo que no aparecía en casi ningún mapa. Un puñado de casas y cuadras apiñadas alrededor de unas peñas sobre las que se asentaba un torreón con mejor pasado que presente. Mellado en su cresta. Cubierto de hiedra hasta media altura, como a medio vestir. Y a pesar de todo, el orgullo de la gente de allí.
Hacia él se dirigía ya la furgoneta con el cargamento más pesado y, detrás, tres coches con voluntarios. Tenían tiempo de sobra para montar todo y luego irse a desayunar. Se esperaban los primeros corredores hacia mediodía. Los últimos antes de medianoche. Uno de los coches que venía detrás eran repasadores. No se quedarían en la base de vida. Un par en contradirección y otro par a favor de la carrera debían asegurar que el recorrido estaba bien marcado.
Hacia él se dirigía ya la furgoneta con el cargamento más pesado y, detrás, tres coches con voluntarios. Tenían tiempo de sobra para montar todo y luego irse a desayunar. Se esperaban los primeros corredores hacia mediodía. Los últimos antes de medianoche. Uno de los coches que venía detrás eran repasadores. No se quedarían en la base de vida. Un par en contradirección y otro par a favor de la carrera debían asegurar que el recorrido estaba bien marcado.
“Dan frío pero nada de niebla. No me llenéis la montaña de
cintas y banderines. No se trata de eso, no quiero “recorrido tarzán”. Marcas
más juntas en zonas complicadas y más separadas donde no haya peligro de
perderse. Ya avisaré yo en el briefing”, les había dicho el director de carrera
en la última reunión.
“Y los que vais a descoser camino de la carrera, remarcad al
volver. Siempre en el sentido que van los corredores. Si se me pierde un tío
lo más fácil es que sea culpa suya. Si se me pierden veinte será culpa nuestra”.
Risas con fondo serio.
La ambulancia de la Cruz Roja y la segunda furgoneta, con
las bolsas de los corredores, llegarían antes de las 9:00. Esperaban tener todo
montado antes de las 10:00. Todo en orden y el pueblito revolucionado. Seguramente era el evento del año.
Amanecía ya cuando empezaron a subir por la estrecha y
empinada carretera que llevaba a El Espinar. La conversación era amena en
cabina y, al hablar, se atropellaban unos a otros. Se notaba alegría. Ganas de
pasarlo bien. El día sería largo. El walkie apoyado en el salpicadero de la
furgo hizo ese típico ruido que avisa que alguien va a hablar. Se callaron:
brrrrrrrrrrrr....Hemos dado la salida.
La carrera está lanzada. brrrrr ”
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